Miércoles, Abril 17, 2019
Hoy te leo un fragmento de GK Chesterton. Este pasaje es del último capítulo de su Autobiografía, y tiene que ver con la gratitud… incluso por esas pequeñas florecillas que llamamos Dientes de León, y que soplamos o pisoteamos sin prestarles ningún respeto ni atención.Hoy quiero leerte un texto de un brillante escritor llamado GK Chesterton, famoso por Las Aventuras del Padre Brown y un gran thriller metafísico titulado El Hombre que era Jueves. Chesterton fue periodista, ensayista, humorista, novelista, cuentista, polemista y comentarista social. Nació en Londres en 1874. Sus ensayos abordan todo tema imaginable, y no en vano una de sus primeras antologías se titula Considerándolo todo, porque habla allí de la política de sus días, ideas, arte, cultura popular, religión, el barrió en que vivió…y hay allí una pieza muy amena llamada "Lo que hallé en mi bolsillo" que me hizo recordar -pero en broma- El Aleph de Jorge Luis Borges (quien por cierto era devoto admirador de Chesterton).
La prosa y la riqueza del pensamiento de Chesterton son deslumbrantes, tan grandes que hay que enfrentarlo a sorbos: vas leyendo de hallazgo en hallazgo y con la boca abierta, porque su mente está llena de luces y colores. Este pasaje que te leo es del último capítulo de su Autobiografía, y tiene que ver con una de las mayores virtudes humanas, y el primer paso que todos debemos dar para ser felices en la vida: ser agradecidos. Sentir profunda, transformadora gratitud… incluso por esas pequeñas florecillas que llamamos Dientes de León, y que soplamos o pisoteamos sin prestarles ningún respeto ni atención.
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En verdad, la historia de lo que se llamó mi optimismo era bastante extraña. Cuando estuve por un tiempo en estas, las más oscuras profundidades del pesimismo contemporáneo, tuve un fuerte impulso interior para rebelarme; para sacudirme este incubo o deshacerme de esta pesadilla. Pero como todavía estaba pensando por mi cuenta, con poca ayuda de la filosofía y sin ayuda real de la religión, me inventé una teoría mística rudimentaria e improvisada que decía sustancialmente esto: que incluso la mera existencia, reducida a sus límites más primarios, era lo suficientemente extraordinaria como para ser emocionante. Cualquier cosa, cualquiera, era magnífica en comparación con nada. Incluso si la luz del día no fuera más que un sueño, era un sueño, y no una pesadilla. El mero hecho de que pudiera mover los brazos y las piernas… demostraba que no estaba sumido en la parálisis de una pesadilla. O si era una pesadilla, existir era una pesadilla agradable.
De hecho, vagando así había llegado a una posición no muy lejana de la frase de mi abuelo puritano, cuando dijo que le agradecería a Dios por su creación incluso si fuera una de las almas perdidas [en el infierno]. Me aferré a los restos de la religión por un delgado hilo de agradecimiento. Agradecí a los dioses, quienquiera que ellos fueran, no porque alguna vida hubiera vivido para siempre, sino porque alguna vida vivió; no por algún alma inconquistable, sino por mi propia alma y mi propio cuerpo, incluso si pudieran ser conquistados. Esta manera de ver las cosas, con un mínimo místico de gratitud, fue, por supuesto, asistida por los pocos escritores de moda que no eran pesimistas; especialmente por Walt Whitman, por Browning y por Stevenson; "Dios debe sentirse feliz de que uno ame tanto su mundo" como dijo Browning, o la creencia de Stevenson en "la final bondad de todas las cosas". Pero no creo que sea demasiado decir que lo tomé de una manera propia, mía; incluso si no podía verlo todo claramente o explicárselo a nadie.
Lo que quería decir, ya sea que haya logrado o no decirlo, era esto: que ningún hombre sabe cuán optimista es, incluso cuando se hace llamar pesimista, porque en realidad no ha medido la profundidad de su deuda con aquello que lo creó y le permitió llamarse a sí mismo "pesimista" ó cualquier cosa. Allá en el fondo de nuestro cerebro, por así decirlo, hay un incendio olvidado, una explosión de asombro ante nuestra propia existencia. El objeto de la vida artística y espiritual es cavar hasta desenterrar este amanecer de asombro para que un hombre sentado en su silla pueda comprender de pronto que está vivo y ser feliz ...
Dada la naturaleza de la tarea, estoy especialmente interesado por el hecho de que estas doctrinas parecen vincular mi vida entera desde el principio, como ninguna otra doctrina podría hacerlo, y resolver simultáneamente las preguntas de mi infancia feliz y mi adolescencia melancólica. Y especialmente una idea -que espero que no sea pomposo llamar la principal idea de mi vida; No diré la doctrina que siempre he proclamado, sino la doctrina que siempre me hubiera gustado proclamar: la idea de tomar las cosas con gratitud, y nunca darlas por sentado...
La verdadera dificultad del hombre no es el poder disfrutar de los postes de luz o los paisajes, de los dientes de león o las chuletas, sino disfrutar del disfrute (del deleite, del milagro de disfrutar); mantener la capacidad de realmente gustar de lo que nos gusta; ese es el problema práctico que tiene que resolver el filósofo. Y me pareció al principio, como me parece ahora al final, que tanto los pesimistas como los optimistas del mundo moderno han pasado por alto y confundido este asunto; al dejar de lado la humildad y el agradecimiento de quienes se saben indignos (de toda la bondad que reciben)...
... Tanto los felices hedonistas como los infelices pesimistas se empavonan con lo opuesto, que es el orgullo. El pesimista está orgulloso del pesimismo, porque piensa que nada es lo suficientemente bueno para él; el optimista está orgulloso de ser optimista, porque piensa que nada es lo suficientemente malo como para no sacar algún bien de ello. Hay hombres valiosos de ambos tipos; hay hombres con muchas virtudes; pero no sólo no poseen la virtud de la que yo estoy hablando, sino que nunca se les ocurrió siquiera pensar en ella. Deciden que la vida no es buena, o que tiene mucho de bien; pero no están en contacto con esta noción particular de sentir una enorme gratitud incluso por un bien minúsculo… el estado de ánimo místico en que esa estrella amarilla que es [el humilde] diente de león resulta deslumbrante, por ser algo inesperado e inmerecido ...
Hay filosofías tan variadas como las flores del campo, y algunas de ellas son abrojos, y algunas de ellas son abrojos venenosos. Pero ninguna de estas filosofías crea aquellas condiciones psicológicas en las que vi, o quise ver por vez primera, esa florecilla que es el diente de león. Los hombres se coronan a sí mismos con flores y se jactan de ellas, o se recuestan a dormir sobre las flores y las olvidan, o nombran y numeran todas las flores sólo para cultivar una súper flor para el Concurso Internacional de Flores; o, por otro lado, pisotean las flores como una estampida de búfalos, o las arrancan diciendo que no son sino un infantil camuflaje de la crueldad de la naturaleza, o las roen con los dientes para demostrar que son ilustrados pesimistas filosóficos. Pero aquel asunto original con el que yo empecé, que era la máxima apreciación imaginativa posible de la flor, eso es algo en que no pueden sino equivocarse, porque ignoran los hechos elementales de la naturaleza humana; y en esto, remando salvajemente en todas direcciones, todos ellos, sin excepción, van por el camino equivocado.
Desde aquellos días de los que estoy hablando, el mundo ha empeorado a este respecto. A toda una generación se le ha enseñado a decir tonterías en voz alta acerca de que tienen "un derecho a la vida" y "un derecho a la experiencia" y "un derecho a la felicidad". Los lúcidos pensadores que hablan así culminan por lo general su reclamo de todos estos extraordinarios derechos diciendo que no existen ni el bien ni el mal. Es un poquito difícil, en tal caso, especular cuál es la fuente de donde provienen sus derechos. Yo, por mi parte, me incliné cada vez más hacia la antigua filosofía que dice que los auténticos derechos provienen de la misma fuente de donde proviene el humilde diente de león (del que hablábamos); y me temo que ellos nunca podrán valorar en todo esos derechos, ni tampoco ese diente de león, porque no reconocen su fuente, su origen. Y en este final sentido, el hombre es como un bebé que aun no ha nacido, y por lo tanto no tiene aun ya no se diga el "derecho", sino ni siquiera la posibilidad de ver un diente de león, porque él mismo no puede inventarse ni el diente de león ni la vista para verlo.
Me valgo aquí de una imagen tan efímera (como un diente de león) simplemente porque es algo tan débil y trivial que los niños lo destruyen de un soplo y lo menosprecian como si fuera un cardo; y esto es lo más apropiado donde un argumento formal estaría muy fuera de lugar…
Lo primero que me dirá el crítico casual es: "Qué tontería es todo esto; ¿Quieres decir que un poeta no puede estar agradecido por la hierba y las flores silvestres sin tener que conectarlas con la teología?" A lo que yo respondo: "Sí, en efecto; quiero decir que un poeta no puede estar agradecido por la hierba y las flores silvestres sin conectarlas con la teología, a menos que pueda hacerlo sin conectarlas con su propio cerebro." Si puede sentirse agradecido cuando no hay nadie a quien agradecerle aquello que lo inspira a estar agradecido, entonces simplemente está siendo irracional por no parecer ingrato…
Cuando se sugirió por vez primera que el universo no es un grandioso diseño con propósito, sino sólo un matorral que creció ciega e indiferentemente, se debería haber percibido de inmediato que esto le prohíbe a cualquier poeta considerar a la naturaleza como su hogar, o mirar al cielo azul para hallar en él su inspiración. [Quien realmente piense que el universo creció ciega e indiferentemente, no tiene razón alguna] para apreciar más a las flores que a la podredumbre o el óxido; no puede ver nada más memorable en los cielos azules que en narices azules en un mundo helado y muerto. Los poetas, incluso los paganos, solo pueden creer directamente en la naturaleza si creen indirectamente en Dios...
Esa es la primera nota; que este misticismo humano común sobre el polvo, o el diente de león, o la luz del día o la vida cotidiana del hombre depende, y siempre ha dependido, de la teología, si es que tiene algo que ver con la racionalidad.
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Hasta aquí Chesterton, explicando que esa preciosa virtud, emoción, experiencia que es la Gratitud sólo es completa y racional cuando se reconoce el origen de los dones que tanto agradecemos. De otra manera, si no hay alguien a quien darle las gracias por lo que recibimos, estamos hablando al vacío, sin hacer ningún sentido al decir "gracias". Gracias ¿a quién? ¡por eso le parece irracional negar la conexión de la gratitud con alguna teología. Alguna noción de lo divino. Nuestra preciosa y genuina gratitud requiere de un recipiente: ¿a quién le estamos diciendo "gracias" al sentirnos agradecidos por el amanecer, por la luz y el calor del sol, por un cielo azul, por un paisaje imponente, por el simple y crítico hecho de que estamos aquí, vivos, para contemplar ese amanecer, ese cielo azul, ese paisaje imponente? ¿Le estamos diciendo "gracias" a la nada? Por supuesto que no. A la nada no se le pueden dar gracias de nada. ¿Le estamos diciendo "gracias" a la vida, a la madre naturaleza, a nuestro propio esfuerzo? Ya vemos, pues, que -a menos que estemos hablándole al vacío- nuestra gratitud tiene un destinatario. Y por eso estamos comprometidos con una teología. Somos panteístas si le damos gracias "al Universo", a "la Vida", "al Todo"; somos paganos new age si le damos gracias a la Madre Naturaleza; si nuestra gratitud por otra parte es sólo para nosotros mismos y nuestro propio esfuerzo, pues nuestra religión somos nosotros mismos como la fuente de todo lo bueno en el mundo (y no sé cómo hicimos para crear ese amanecer, ese cielo azul, ese paisaje imponente con nuestros esfuerzos, pero sigámosle, que nos quedaron fabulosos). No hay dónde esconderse: de todas todas, estamos comprometidos con una teología: con alguna noción de Dios o lo divino. Y ese es el murmullo radiante que Chesterton nos compartió hoy. Gracias por escuchar.
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